Ernesto Daniel Vigueras Alonso

Entre Ruido y Silencio

Entre Ruido y Silencio por Daniel Vigueras.

 

Daniel despierta en la penumbra de su departamento, en un amanecer pálido y frío. La habitación, oscura y desordenada, apenas recibe la luz que se cuela por una cortina mal cerrada. En la cama, su pecho se eleva y desciende de manera irregular; la dificultad para respirar le resulta tan familiar que, lejos de sorprenderlo, se ha convertido en parte de su rutina diaria. Con manos temblorosas, saca un cigarrillo y lo enciende. El humo se mezcla con el ambiente frío y silencioso, mientras la soledad pesa sobre él como una sombra constante.

Sin mayores palabras, se levanta y se dirige a la cocina, donde un cajón desordenado revela restos de un pasado que aún duele. Frente a su celular, la pantalla cuarteada le muestra mensajes sin respuesta de su ex esposa. Con voz interna apagada y resignada, teclea:

“Solo quiero saber si están bien. Diles que las amo, por favor.”

La espera se convierte en un silencio asfixiante, roto solo por el pitido monótono de notificaciones vacías. En ese instante, la soledad se hace aún más palpable, haciendo eco de un dolor que se resiste a disiparse.

Esa misma mañana, mientras recoge los pedazos de una taza rota, el vacío se transforma en un susurro. Una voz suave, casi etérea, le susurra al oído:

” ¿Por qué estás tan triste, amor?”

Levanta la cabeza, buscando en la nada a la dueña de esa voz, pero solo encuentra el reflejo distorsionado de su propio dolor. Se deja caer de rodillas, y por un instante, el mundo parece detenerse. Esa grieta en la realidad lo arrastra hacia un lugar en el que, a pesar del sufrimiento, existe una imagen de felicidad.

En un sueño evocado por la desesperación, Daniel se encuentra en un jardín bañado por la luz cálida del atardecer. Es un universo paralelo, un refugio de fantasía donde abraza a sus hijas. La casa de madera, la risa lejana y la voz serena de su ex esposa llenan el aire, creando una atmósfera de ensueño. Sin embargo, esa perfección es efímera: la imagen se desvanece en parpadeos, una flor se marchita, un árbol pierde sus hojas. La realidad y la fantasía se entrelazan en una danza trágica, dejándolo con la amarga certeza de que, aunque anhele ese mundo, todo es producto de su mente.

El dolor se intensifica al caer la tarde del segundo día. Incapaz de liberarse de la soledad, se aferra al alcohol. Tras despertar en el baño, con la imagen rota de su reflejo en mil pedazos, se levanta con pasos vacilantes hacia la cocina. Allí, en un compartimento olvidado, halla una botella de whisky medio llena. La mira con nostalgia y dolor, evocando en un instante la imagen de sus hijas y un pasado feliz. Sin embargo, esa visión se desvanece y el licor se convierte en su único consuelo momentáneo. Con cada trago, el vacío interno se profundiza, y la bebida lo arrastra a una espiral de desesperación.

En medio de ese segundo día, las fronteras entre el pasado y el presente se desdibujan. Mientras se sienta al borde del sofá, con la botella temblorosa en la mano, Daniel comienza a escuchar risas infantiles y pasos que resuenan en el silencio del departamento. Recuerdos invaden su mente: pasillos cálidos, abrazos de tiempos mejores, y la voz de su ex esposa que le susurra recuerdos de una unión perdida. La intensidad de esos ecos le provoca una angustia insoportable, y en un torpe intento por escapar, golpea la mesa. La habitación se llena de una cacofonía de recuerdos, gritos y silencios, y cada imagen se fragmenta en el caos de una mente en ruinas.

Desesperado por una conexión, Daniel recurre una vez más a su teléfono. Envía mensajes, correos y realiza llamadas que terminan en silencio o respuestas automáticas. Hasta que, en un giro cruel, recibe una llamada de un número desconocido. Al contestar, una voz familiar y burlona se hace presente: es su yo del pasado, el Daniel que era fuerte, que reía en medio de la tormenta. Con tono irónico, aquel reflejo lo cuestiona, recordándole lo que ha perdido y lo mucho que ha cambiado. Las palabras se sienten como puñaladas, una mezcla de rabia y resignación que lo hace temblar hasta lo más profundo.

Al caer la noche del segundo día, el agotamiento y la desesperanza se hacen insoportables. Se sumerge en un sueño inquieto, plagado de dudas y silencios. A las cinco de la mañana, se despierta con la incertidumbre de su destino. ¿Buscar a sus hijas y a su ex esposa? ¿O resignarse a una existencia vacía? Esa pregunta lo atormenta hasta que, de repente, una nueva notificación en su celular le arrebata la última chispa de esperanza: una fotografía. En la imagen, su ex esposa sonríe junto a un hombre desconocido, una felicidad que le hiere como nunca. El golpe es devastador; en ese instante, el pasado se impone con una fuerza brutal.

Al tercer día, toma una decisión. Sintiéndose inundado por una extraña paz —una paz que, sin embargo, se siente mal, como un vacío que lo consume—, sube a la azotea de su edificio. Allí, frente al atardecer, el cielo se enciende en tonos naranjas y púrpuras, contrastando con el frío de su alma. Con un cigarrillo en mano, el humo se enreda en el crepúsculo, y en su mente se suceden recuerdos buenos y malos: risas con sus hijas, momentos de felicidad y la amarga ruptura que lo destrozó.

Con la serenidad resignada de quien ya no teme al final, se acerca al borde de la azotea. Sus dedos, temblorosos, se aferran a la estructura, y la imagen del vacío le revela el destino final. Sin fuerzas para luchar contra su propio cuerpo, comienza a escalar la barandilla, como si cada paso fuera el último intento de liberarse de un tormento interminable. Finalmente, se posiciona justo al borde, y, con un último suspiro, se deja caer en la caída libre, fundiéndose con la vastedad del vacío, mientras el atardecer cierra el telón de su vida en una explosión de colores melancólicos.

En ese instante, entre el ruido del silencio y la paz de la nada, Daniel se despide de un mundo en el que ya no podía encontrar consuelo. Su historia se convierte en un eco eterno, un recordatorio de que en la oscuridad de la mente humana a veces la única salida es abrazar el vacío.

 

 

 

 

 

Mensaje para Quienes Luchan en la Oscuridad

A ti, que has sentido el peso de una ruptura o la herida profunda de una pérdida, quiero decirte que entiendo el dolor y la soledad que pueden dejar esos momentos. Esta historia nace desde ese abismo, un reflejo de la agonía que se vive cuando se siente que todo se desmorona. Pero, en cada línea, hay un llamado silencioso: no te rindas ante el vacío.

Sé que cuando el dolor parece inaguantable, la oscuridad te envuelve y te invita a tomar caminos extremos. Sin embargo, te invito a mirar a tu alrededor y redescubrir las pequeñas bellezas que la vida nos regala, incluso en medio del caos. Cada amanecer, el roce de un amigo, la calidez de un recuerdo feliz, la risa de alguien que te quiere… son esos instantes, a veces tan efímeros, los que te pueden devolver la esperanza en un mañana.

Esta historia es para recordarte que, aunque ahora sientas que todo se ha perdido, la vida guarda en su interior la capacidad de sanar, de transformar el dolor en fuerza y de encontrar la luz. No estás solo, y aunque el camino parezca interminable, hay belleza en la lucha, en el esfuerzo por seguir, en el amor que aún te espera.

Te animo a mirar hacia adentro, a abrazar tus heridas y, sobre todo, a darte la oportunidad de redescubrir la paz. Tu historia aún no ha terminado; cada día es un nuevo comienzo, y en él, puedes encontrar la razón para seguir viviendo, para buscar esa belleza que, a pesar de todo, sigue existiendo.

No tomes decisiones extremas en momentos de oscuridad. Permítete sentir, llorar, y luego levantarte, paso a paso, hacia la luz que siempre regresa, aunque parezca distante. Porque en cada latido, en cada risa, en cada pequeño milagro cotidiano, está la esperanza de un futuro que merece ser vivido.

 

— Con todo mi respeto y solidaridad.